Una ternura que no se deja morir

A veces creo que uno no desaparece cuando muere, sino cuando deja de ser nombrado… Tal vez por eso me estoy borrando. Tal vez por eso sueño que me llamas.”

El nombre que me diste – Xavier Dueñas

📖 ¿Qué queda cuando el dolor ha arrasado con casi todo?

A veces, apenas una chispa: la memoria de una voz que no logramos recordar del todo, el eco de un gesto amoroso que nos sostiene desde la sombra.

En El nombre que me diste, la ternura sobrevive como un hilo invisible, quebrado, sí, pero no roto. En cada intento del niño por sostener el recuerdo de su madre, se cuela una humanidad radical, frágil, que desafía el olvido. Es esa ternura —sorda, desgarrada, a punto de apagarse— la que sostiene su resistencia más íntima: la de seguir nombrándose, aunque ya nadie lo haga.

Este texto forma parte del relato El nombre que me diste.

La belleza también habita en lo que se despide

“Una melancolía luminosa, esa que no paraliza, sino que invita a soltar con cariño.”

Las cosas que se quedan – Xavier Dueñas

“Lloro un poco, sí. Pero es un llanto suave, casi agradecido. Porque he comprendido que no todo debe quedarse. Que hay belleza también en lo que se despide.”

📖 ¿Cuántas veces hemos pensado que llorar es rendirse? ¿O que soltar es perder?

Este relato nos recuerda que hay un tipo de tristeza que no hiere, sino que abraza; una melancolía suave que nos reconcilia con lo vivido, incluso con lo que duele.

Aprender a decir adiós con gratitud es una forma de madurez emocional. Una manera de reconocer que lo que se va también tuvo su luz, y que soltar no es olvidar, sino honrar lo vivido sin encadenarse a ello.

Este texto forma parte del relato Las cosas que se quedan

El verano en que aprendimos a mirar distinto

“Me quedé allí mucho rato. El móvil seguía guardado. La mente, en calma. Solo sentía. El viento, el olor del mar, el leve crujido de las tablas bajo mis pies. Y por primera vez, desde mi llegada, algo en mí cedió.”

Las manos de sal – Xavier Dueñas

La adolescencia guarda un misterio: ese instante en que el mundo comienza a mostrarse con otra luz. Ya no se trata solo de vacaciones, juegos o rutinas conocidas, sino de descubrir que crecer significa aprender a mirar distinto, a dejar que la realidad nos atraviese con una hondura nueva.

A veces basta un verano, un lugar ajeno, o la compañía inesperada de alguien que parece distante. Basta una pausa sin pantallas, una tarde frente al mar, para que de pronto entendamos que el mundo guarda un lenguaje propio que solo puede escucharse con el corazón abierto.

Este texto forma parte del relato Las manos de sal.

El lenguaje secreto de las abuelas

“No logré saber si hablaba del abuelo o del mar. Quizá, en su mundo, ambos se habían fundido en una sola presencia.”

Las manos de sal – Xavier Dueñas

Hay gestos que parecen simples, pero contienen siglos de herencia. Una sopa caliente servida en silencio, una silla vacía que sigue ocupando un lugar, unas manos que saben cuándo sostener y cuándo soltar. Ese es el idioma secreto de las abuelas: un lenguaje sin palabras, tejido con paciencia y ternura callada.

Y me pregunto:

📖 ¿Cuántas veces pasamos por alto esas formas silenciosas de amor porque esperamos frases grandilocuentes, abrazos evidentes, declaraciones ruidosas?

Tal vez deberíamos aprender a leer los silencios y a agradecer los gestos mínimos, porque en ellos caben mundos enteros.

Este texto forma parte del relato Las manos de sal.

Respetar el dolor, sin invadirlo

“Y cuando el primer rayo de luz apareció en el horizonte, no sentí alivio. Sentí respeto. Porque la noche no nos había vencido. Nos había unido en su sombra.”

Desde la orilla – Xavier Dueñas

Hay momentos en los que no se necesita explicar nada. Solo estar ahí. Con un respeto profundo por lo que ha dolido. Por lo que se perdió. Por quienes aún están, de pie, aunque por dentro sigan temblando.

Vivimos en una época en la que todo se acelera, se comenta, se interpreta. Pero frente al sufrimiento real, auténtico, muchas veces lo único que cabe es una forma de respeto silencioso. Ese que no invade, que no interroga, que no exige resiliencia ni valentía. Solo presencia. Solo humildad.

Este fragmento de Desde la orilla nos recuerda que la verdadera humanidad no se mide por las palabras que decimos, sino por la manera en que acompañamos a quienes sobreviven. Porque sobrevivir no es un final feliz. Es un comienzo incierto que merece cuidado.

Tal vez eso sea lo más sagrado que podemos ofrecer: no soluciones, no discursos… sino un respeto profundo. Por lo vivido. Por lo perdido. Y por quienes, a pesar de todo, siguen.

Este texto forma parte del relato Desde la orilla, una historia que nos invita a mirar el dolor con dignidad, y a honrar el silencio como un acto de amor.